En su apuesta por liderar la transición energética en América Latina, Colombia ha trazado una hoja de ruta ambiciosa: ser carbono neutral hacia 2050, como lo plantea su Estrategia Climática de Largo Plazo (E2050). Para lograrlo, el país ha centrado sus esfuerzos en ampliar la participación de las energías renovables, en particular la generación proveniente de fuentes solares y eólicas.
Aunque aún no se han definido metas específicas de capacidad instalada para 2035 y 2050 en energía eólica, el Ministerio de Minas y Energía ha impulsado activamente el desarrollo de proyectos en zonas estratégicas como La Guajira, donde las condiciones naturales ofrecen un enorme potencial.
Sin embargo, entre la ambición de estas metas y la implementación efectiva de los proyectos hay una brecha importante. Y es precisamente ahí, en el marco normativo e institucional, donde empiezan a evidenciarse las primeras dificultades de un marco legal que, si bien fue concebido para facilitar el desarrollo de estos proyectos, en la práctica ha resultado insuficiente.
Un marco legal prometedor, pero incompleto en la práctica
Una medida destacable del Plan Nacional de Desarrollo 2022–2026 (Ley 2294 de 2023) fue la incorporación del artículo 267, que habilita a los desarrolladores de proyectos de infraestructura energética requeridos para la transición energética justa a iniciar el trámite de licenciamiento ambiental antes de culminar la consulta previa, siempre que se haya expedido el acto administrativo de procedencia o no procedencia por parte de la DANCP, y se cumplan los requisitos establecidos en el artículo 2.2.2.3.6.2 del Decreto 1076 de 2015.
Esta posibilidad, concebida para optimizar los tiempos, permite que la autoridad ambiental avance en la evaluación del estudio mientras se desarrolla el proceso de consulta previa. Sin embargo, para que la licencia pueda ser otorgada, el ejecutor debe aportar la certificación de no procedencia o, si aplica, el acta de protocolización de la consulta o la decisión correspondiente de la autoridad competente, siempre garantizando la protección de la identidad y cultura de las comunidades étnicas.
Hasta acá la idea normativa es positiva porque busca que los trámites se realicen en paralelo, optimizando los tiempos del proceso de licenciamiento ambiental. Sin embargo, la norma también establece las consecuencias de no cumplir con todos los requisitos y adjuntar todos los documentos dentro del plazo establecido para el trámite de la licencia ambiental y sus excepcionales prórrogas: La consecuencia es que el trámite queda archivado y esto es nada más y nada menos que se debe volver a empezar.
Así las cosas, si el interesado no logra completar todos los requisitos antes de que se declare reunida la información, la autoridad deberá suspender el trámite conforme a lo previsto en el Decreto 1585 de 2020. Esta suspensión, salvo casos de fuerza mayor o caso fortuito, no podrá superar los dieciocho (18) meses. Vencido ese plazo sin que se haya presentado la documentación requerida, el expediente se archivará, lo que obliga a radicar nuevamente toda la información y comenzar desde cero un nuevo trámite ante la autoridad ambiental.
El costo (no tan oculto) de volver a empezar
Desde nuestra experiencia, este marco legal, que en papel parecía ofrecer una solución ágil, ha tenido un efecto adverso: los proyectos quedan “congelados” por razones completamente ajenas al desarrollador. Los procesos de consulta previa muchas veces se estancan por divisiones internas dentro de las comunidades, conflictos de liderazgo o ausencia de consensos, situaciones frente a las cuales las empresas no tienen margen de intervención. Aun así, son estas quienes deben asumir todas las consecuencias.
Cuando un trámite se archiva y se debe reiniciar, y las afectaciones son múltiples:
- Se deben reelaborar o actualizar estudios, monitoreos, trabajos de campo y línea base.
- Es necesario pagar nuevamente los costos del trámite ambiental.
- Se genera la necesidad de ajustar la planificación técnica, financiera y social, ahora bajo un cronograma incierto.
Este proceso no solo representa un desgaste operativo y financiero considerable, sino que además desincentiva la inversión en el país, incluso por parte de compañías que ya habían comprometido recursos y equipos. De hecho, hemos visto casos en los que turbinas originalmente destinadas a operar en Colombia han sido enviadas a mercados como Brasil o México, donde el entorno institucional resulta más predecible y favorable.
Pero las afectaciones no terminan allí. El impacto trasciende lo empresarial y afecta intereses estratégicos del país. Cada proyecto que se suspende o se archiva representa no solo una pérdida económica para el desarrollador, sino también un riesgo reputacional para Colombia como destino de inversión en energías limpias. Esta imagen de inestabilidad envía señales preocupantes a potenciales financiadores internacionales y puede cerrar puertas a nuevas alianzas y oportunidades.
Más aún, la consecuencia más grave la enfrentamos todos los colombianos. La demora en la ejecución de estos proyectos compromete la capacidad del sistema energético para atender la creciente demanda, impactando directamente en la estabilidad, el precio y el acceso a la energía en todo el territorio nacional.
Casos reales, decisiones difíciles
En los últimos años, varias empresas con experiencia en el sector renovable han decidido retirarse o suspender sus inversiones en Colombia. Enel, por ejemplo, detuvo indefinidamente el proyecto Windpeshi en La Guajira, y Celsia también ha replanteado sus compromisos en la región.
Más crítico aún es que existen proyectos que cumplieron con la consulta previa, obtuvieron la licencia ambiental y estaban listos para su ejecución, pero han sido abandonados por sus desarrolladores ante los sobrecostos acumulados, la inseguridad jurídica y la falta de condiciones mínimas de gobernabilidad en los territorios.
Por su parte, una excepción positiva es la reciente adquisición del 49% del clúster eólico Jemeiwaa Ka por parte de Ecopetrol, en alianza con AES Colombia. Este proyecto, ya licenciado, representa un símbolo de lo que sí es posible lograr cuando se combinan músculo institucional, voluntad política y visión estratégica.
Desde la experiencia, una voz de alerta
Como gerente de proyectos en Aval Ambiental, he tenido la oportunidad de acompañar de cerca la estructuración y estrategia ambiental de proyectos eólicos en el país. Conozco de primera mano el compromiso de las empresas que han apostado por Colombia y la calidad técnica del trabajo que se ha adelantado.
Pero también he visto, una y otra vez, como trámites avanzados se congelan, como estudios se vencen, y como años de trabajo y recursos se pierden por obstáculos ajenos al proyecto, y al desarrollador; esto, más allá del desgaste institucional, cuesta millones y retrasa el futuro energético del país.
Es por eso que levanto una voz de alerta, pues Colombia tiene los recursos naturales, el talento humano y las empresas dispuestas a liderar la transición energética. Lo que falta es coherencia entre la norma, la realidad territorial y la gestión institucional: si no se resuelven estos cuellos de botella, no solo seguiremos aplazando la transformación energética, sino que perderemos la confianza de quienes quieren apostarle al país.